or la Nacional VI saliendo de Madrid, desde más de 40 kilómetros de distancia puede el viajero contemplar la Cruz del Valle de los Caídos, enclavada sobre el Risco de la Nava (1390 m) bajo el que corre el Valle de Cuelgamuros. El conjunto que forman la Cruz (la más alta del mundo, con sus 108 m), la Basílica y la Abadía es conocido con el nombre geológico-geográfico-necrológico de “Valle de los Caídos”.

Su construcción dio comienzo en 1940 y finalizó en 1959, de manera que abarcó, en mayor o menor medida, niñez, adolescencia y primera juventud de mi generación. Es obra de dos arquitectos, el guipuzcoano Pedro Muguruza y el madrileño Diego Méndez, alumno del primero. A Muguruza se deben, entre otras realizaciones arquitectónicas, el monumento a Cervantes de la Plaza de España de Madrid, el edificio Coliseum y el Palacio de la Prensa (donde estuvo la redacción de La Codorniz) en la Gran Vía madrileña y también la reconstrucción de la Ciudad Universitaria y del Cerro de los Angeles. El segundo se encargó de todas las reconstrucciones de los Reales Sitios a lo largo de los años de la postguerra, y la culminación del proyecto del Valle de los Caídos, ya que su maestro falleció en 1952, siete años antes de su inauguración.

Este monumento nació bien intencionadamente, digan lo que digan quienes se empeñan, de tal o cual bando pero sobre todo de uno, en politizarlo todo. Para las personas que saben distinguir entre ideología y caridad se trata de un lugar de reconciliación y de paz, y además, de un ente monumental que vale la pena visitar. Fue impulsado por un Decreto de 1 de abril de 1940, compuesto por un texto introductorio y tres artículos, disponiendo que “se alcen Basílica, Monasterio y Cuartel de Juventudes, en la finca situada en las vertientes de la Sierra del Guadarrama (El Escorial) conocida por Cuelgamuros para perpetuar la memoria de los caídos en nuestra gloriosa Cruzada”.

De esta declaración de intenciones se pueden obtener dos conclusiones: a), que el monumento no era exaltativo de la historia de unos españoles sobre otros, sino, funerario y religioso en honor de los que allí iban a estar enterrados, y b), que la referencia a “los caídos en nuestra gloriosa Cruzada” era una expresión abierta a los que murieron en las trincheras de uno y otro bando, como ha quedado explícitamente de manifiesto con los casi 34.000 enterramientos de combatientes muertos en la Guerra Civil, a favor de la “Cruzada” o contra ella, cuestión que, astutamente, no se molestaba en especificar el decreto fundacional. Esta finalidad reconciliadora era reconocida por el Papa Juan XXIII en 1960 cuando declaró Basílica a la Iglesia de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Todo esto puede molestar a más de uno, pero la verdad es la verdad y hay que decirla.

VALLE de los CAIDOS
Como también es verdad que la inmensa mayoría de los obreros del Valle de los Caídos fue personal contratado y la inmensa minoría presos políticos, que redimieron penas por el trabajo pero cobrando la misma soldada que los primeros. Pese a esta evidencia consul- table en los archivos de la Fundación del Valle, un tal Rafael Torres escribió sobre este asunto la obra Esclavos de Franco y otro, de nombre Isaías Lafuente, el trabajo Esclavos por la Patria, títulos, ambos, que permiten colegir que el lector se va a encontrar con unos textos en los cuales la imparcialidad brilla por su ausencia.


Juan Batista González      
Coronel de Artillería DEM      

P

A estos libros se contrapone el de Diego Méndez (como ya ha quedado dicho, el arquitecto presente en el proyecto desde su primera piedra), que lleva por título El Valle de los Caídos: proyecto y construcción y cuyo contenido es, obviamente, de carácter técnico referido a la concepción del monumento y al largo proceso de su realización. En él especifica, con precisión de relojero, los detalles cuantitativos y cualitativos de su régimen laboral: trabajaban unos 2000 obreros diarios de los cuales eran presos políticos 46, o sea, el 2,3% del total. Ya se ha dicho que percibían un salario igual al de los contratados, con los pluses correspondientes caso de ser casados (o viudos) y tener hijos a su cargo. Por un día de trabajo redimían dos de condena, de acuerdo con la legislación vigente. Pero, además, hubo a lo largo de la construcción del monumento (y de las restantes obras de restauración o reconstrucción que se realizaban por el resto del país) una sucesiva avalancha de indultos que acortaron aún más el cumplimiento de las penas, lo cual es lógico: en el peor de los supuestos, no era una buena propaganda del régimen, especialmente en los cincuenta, década de la apertura al exterior, exhibir cautivos condenados a trabajos forzados, pues enseguida la imaginación vuela y se pone uno a ver presidiarios con trajes a rayas y grillete, cadena y bola, como casi nos los muestra la literatura ceñuda de Torres, Lafuente y tantos otros. Y algo añade Diego Méndez, chocante desde el punto de vista de estos escritores: que cumplidas sus condenas, los más de esos trabajadores represaliados se quedaron como obreros libres hasta la terminación de la obra, y algunos, incluso, fueron después contratados por la Fundación del Valle, y como empleados de ella llegaron a su jubilación.

También, ¡cómo no!, se ha aludido en términos condenatorios a las condiciones de trabajo de aquella megaobra, y se ha propalado la especie de que murieron, accidentados, miles de obreros. Pero uno de los médicos que ejercía allí sus funciones (y que también era preso político, o sea que de franquista tenía más bien poco), tiene declarado que sólo hubo, en las dos décadas que duró la construcción del monumento, catorce accidentes mortales. Y en cuanto a los técnicos diversos que resolvieron diferentes aspectos del proyecto, de todo había, pues si los arquitectos eran afectos al régimen de Franco, Juan de Avalos, el artista que realizó las esculturas gigantes de la base de la Cruz y la imagen de La Piedad (contra la que atentó, con martillo y piqueta, el gobierno progresista del señor Rodríguez Zapatero), tenía carnet del partido socialista, del que fue, por cierto, uno de sus primeros miembros.

Además de la imponente Cruz, es digna de atención la cripta de 262 metros de longitud, rematada por un espacio abovedado de 40 metros de diámetro. En él se encuentran las tumbas de Franco y de José Antonio Primo de Rivera, y he de decir que desde una óptica puramente política no llego a entender la destacada ubicación de los restos mortales del fundador de Falange Española. Fue un caído, evidentemente, víctima de un juicio cuyo veredicto escandalizó a un republicano como Indalecio Prieto. Pero ese puesto preeminente, me da la impresión de que fue una interesada concesión de Franco a los falangistas justo en el momento en que éstos, con motivo del Plan de Estabilización, empezaban a perder poder. En cuanto a la inhumación de Franco en aquel recinto, no me parece inadecuada: murió en un centro de la Seguridad Social, por él creada, y está enterrado en el Valle de los Caidos, que también él concibió. Ni a lo uno ni a lo otro, creo yo, pueden hacerse objeciones.

Pero, claro, están los adictos a la progredumbre, que llegaron al gobierno en 2004, y convirtieron en cuestión esencial de su gestión tirar con bala de cañón contra el Valle de los Caídos (y ganas de hacerlo literalmente no les faltaron) subvirtiendo canallescamente el significado de su decreto fundacional, mintiendo con descaro sobre el proceso de construcción y buscando para todo ello el aplauso de los ignorantes, entre los que se contaban varios ministros. Llevaron a cabo diversas tropelías abandonando a su suerte al monumento, dañándolo incluso, intentando exhumar los restos mortales que allí reposan, desde los de Franco hasta los del

Patrimonio Nacional y su destino (¿o alejamiento?) unos meses después, en noviembre de 2010, a la embajada deAustria, en plena y espesa polémica sobre el asunto. Como también es sintomática la presurosa incorporación del juez Baltasar Garzón (ese señor que quiere ser el bebé los bautizos, la novia en las bodas y el muerto en los entierros) a las tesis gubernamentales, pretendiendo juzgar a Franco con setenta y cuatro años de retraso y, naturalmente, con clara intención condenatoria. Afortunadamente para la paz social y para la historia su propósito lo frustró el Tribunal Supremo quitándole la toga y las puñetas y mandándole a hacer ídem.

Para esta generación mía, que no hizo la guerra y alumbró la Constitución del 78, ese monumento representa dos cosas: a) el recuerdo de una tragedia que no debe volver a producirse, y b) el homenaje de la nación española a quienes, noblemente, en un bando o en el opuesto, defendieron a costa de sus propias vidas sus ideas e ideales sobre la Patria común. Y condenamos, todos, me consta, los esfuerzos de algunos niñatos progres, hijos del desarrollismo, políticos porque no pueden ser otra cosa y que de la postguerra no saben nada, por resucitar viejos rencores sin otra base intelectual que la de su supina ignorancia.
VALLE de los CAIDOS
más mínimo y desconocido combatiente, para hacer con ellos no se sabe qué y sometiendo a la comunidad benedictina encargada de su custodia a un cerco económico que incluía el de lograr que no tuvieran qué comer, ni con qué calentarse en los tremebundos inviernos serranos. Esto lo digo porque yo he sido uno de los centenares de miles de españoles que contribuyeron a nutrir y mantener viva una cuenta corriente para socorrer a los monjes mientras durase tan inicuo trato. Y resulta sintomático el relevo de don Yago Pico de Coaña, valeroso y eficaz embajador de España en Colombia (cuya amistad me honra), como Presidente del Consejo  de  Administración del